Se avecinan dos fiestas multitudinarias, que seguramente van a convocar a miles de jóvenes.
A primera vista, son dos eventos muy diferentes.
El primero de ellos es convocado por una marca de cerveza y su mayor acierto radica en permitir que, al menos por unos días, una localidad del interior del país rebose de gente y los lugareños puedan ganarse algún mango.
El otro evento nació como fiesta convocada por varios boliches y fue degenerando hasta convertirse en una especie de cambalache donde, supuestamente, puede encontrarse de todo: tango, murga, títeres, rock, folklore, techno, marcha, cabaret y quién sabe qué. Eso sí: pagando más de 10 dólares por la entrada "bonificada".
De todas maneras, algo tienen en común los dos eventos: la pobreza de la oferta rockera.
Está bien que el público es piola y que los muchachos van a agitar aunque lo único que haya en el escenario sea un chimpancé golpeando latas de durazno. Pero merecen algo más.
Para quienes duden de este panorama mediocre, ahí va una anécdota enteramente real:
Muchos años atrás, yo tenía un amigo que hacía de goma la guitarra. Le gustaba sobre todo la música de jazz-rock y fusión: King Crimson, Pat Metheny, Weather Report, Chick Corea, Return to Forever, Brand X, etc.
Cuando nos reuníamos en su casa, era un placer escuchar cómo tocaba: la rompía.
Pero una vuelta nos aparecimos por ahí y estaba con un bajo, sacando los acordes de un disco bien diferente a lo que solía escuchar. Eran temas de la primer época de Elvis Presley.
Intrigados, le preguntamos en qué andaba. Nos contó que le había salido un trabajo, como bajista en una banda que tocaba en ese estilo. Se moría de la risa, se lo tomaba como algo para hacer unos mangos durante un tiempo y nada más.
Hoy por hoy pasaron unos veinte años y esa banda, que sigue tocando lo mismo, es considerada un referente del rock nacional. Y el tipo sigue ahí. Con camperita de cuero y pose de rockero malo.
Nunca le pregunté si había valido la pena. Espero que si.
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